sábado, 20 de mayo de 2017

Cascarón (Relato corto)

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CASCARÓN

Debió dejar atrás los pulmones por aquella época en la que los barcos aún no habían conocido motor alguno. O quizá antes. Echaba de menos poder aspirar y dejar que el pecho se le llenara de fuerza. Y los olores. No es que no pudiera percibir los olores, pero como no podía aspirar la única solución era echar mano de la dirección de los efluvios o sino del viento.

Ni siquiera recordaba dónde había ido perdiendo el resto de los órganos, pero no importaba, lo primordial había sido siempre ir dejando espacio para todo aquello que recogía de los que iba conociendo. A veces se llenaba de amor, otras de odio y rabia, hoy... hoy llevaba tres cuartas partes de tristeza y un poquito de esperanza. Al fin.

Se subió un poco más la solapa del abrigo y siguió con paso veloz la estela de Evelyn. Este día no ribeteaban sus ojos las líneas rojizas que la aprisionaban desde hacía tres años. Él se permitió sonreír, solo un poco, bien sabía lo complicado de las emociones humanas.

Humano. Alguna vez se había considerado de tal modo. Pero eso había sido hacía mucho tiempo. Atrás habían quedado la emotividad y los sentimientos, ¿o no? ¿Acaso el corazón no le fue arrancado a la sombra de la caída de un imperio de montañas de piedra? Y sin embargo... se sabía empático, no podía ser de otro modo, ser recipiente de lo bueno y lo malo de aquellos a los que se aferraba no le resultaba frío o ajeno, no, lo absorbía como propio, y sentía, oh sí, sentía, pero podía mantenerse en segundo plano, diseccionando cada pedacito de emoción que se alojaba en el interior de su cuerpo, como un cirujano que aprendiera con fascinación su oficio.

Evelyn se detuvo frente a un escaparate y se retocó el peinado. Estaba guapa, aunque ella no lo reconocería, no todavía. Sus rizos castaños enmarcaban un rostro de líneas suaves y barbilla redondeada; tras los cristales de unas gafas que descansaban sobre una naricita respingona, dos ojos color miel temblaban nerviosamente. Luego reanudó su marcha.

Tranquila. Todo irá bien. La siguió sin atreverse a apostar por sus propias palabras. Infinidad de veces había acompañado a “su” gente con esa leve esperanza acomodada en algún rinconcito de su cuerpo, a la altura del pecho, y había visto como desaparecía, así, como si nada. Pero Evelyn se merecía un respiro, recuperar una vida.

Vidas. Se podía decir que él atesoraba vidas, no enteras, no, ya no. Lo había intentado, quedarse enganchado a una persona hasta que esta moría, acompañarla en su existencia, llenando su interior con todo lo que le acontecía. Pero era mala idea, pues el vacío cuando se marchaban era... era demasiado. No, mejor ir saltando de un lado a otro, conocer a cuantos más mejor y alimentarse de lo que le dieran.

La tristeza de Evelyn lo había atiborrado de mala manera. Y había sido el recipiente de muchas tristezas, pero aquella tenía algo especial. Pocas personas había conocido como Evelyn. Viuda prematuramente, la muerte de su amado la impactó de tal modo que hizo que perdiera la pequeña vida que se alojaba en sus entrañas. Fue duro, muy duro, porque Evelyn era de esas personas cuya luz iluminaba a cualquiera que tuviera el placer de conocerla. Ahora aquella mujer no era más que una sombra, una oscuridad que era difícil de aceptar para sus más allegados. Hasta ahora, pues una chispita de esperanza se había aventurado a crecer en las tinieblas.

Llegaron al restaurante y él se precipitó a buscar una mesa cerca de aquella en la que Evelyn acababa de sentarse frente a aquel apuesto joven de mirada intensa. No tuvo ningún pudor en espiar cómo se desarrollaba la cita. Nervios, torpeza, risas y, finalmente, miradas cálidas, cariñosas. Había ido bien.

No se quedó a la despedida. Con más deseo de lo que sería capaz de aceptar se apresuró a volver a casa, a esperar su llegada. Se acomodó como pudo, pues bien sabía lo que vendría ahora. El tiempo, ese gran enemigo con el que jugaba una partida interminable, lo observó inmisericorde mientras se afanaba en buscar una distracción que no le hiciera mantener la mirada presa de la puerta de entrada.

Cuando ella llegó su alivio se emparejó con la vitalidad renacida de ella.

—Evelyn...

—Ha ido bien, milord.

La mujer se mordisqueó nerviosa el labio inferior. Ambos sabían lo que vendría. Por un momento pensó que lo rechazaría, pero no lo hizo. Se acercó y se sentó en sus rodillas. Él apenas esperó un momento, pues en sus ojos pudo vislumbrar esa chispa de la posibilidad de un futuro venturoso. Con firmeza volvió a dibujar la línea rojiza que adornaba la muñeca femenina. Con delicadeza, pero quizá con más velocidad de la habitual se llevó la herida a los labios y succionó.

***

Lionel reía enseñando esos dientes blancos que ella tanto amaba. Estaban planeando cómo redecorar el estudio, para cuando su hijo llegara. La felicidad inundaba el automóvil justo cuando se sostenían las miradas, un poco más de lo necesario. Por el rabillo del ojo solo pudo ver un extraño destello antes de que un tremendo golpe la dejara sin respiración.

Sintió como si flotara mientras el rostro de Lionel se desencajaba y se dividía en dos por medio de un material transparente que no tenía idea de cómo había llegado allí. Más allá, a través de la ventanilla, el mundo parecía girar en un remolino interminable, un giroscopio de oscuridad y círculos de neón. Su pelo, que debería haber quedado descansando tras su cabeza, se convertía en una extraña medusa de tentáculos horrendos que trataba una y otra vez de cegarla. En su cuerpo podía notar infinidad de puñetazos de duendes belicosos, de algún modo uno de aquellos demonios pateaba su estómago sin importarle que hubiera un tesoro en su interior. Sus ojos se vieron anegados en lágrimas y creyó que la oscuridad la acogería definitivamente. El último golpe ni siquiera lo notó, pero aquél lugar en el que estaba dejó de moverse. Se dio cuenta que había estado gritando cuando ya su garganta no podía soportarlo.

No sabía dónde estaba, creía reconocerlo, pero su mente era un caos de palabras inconexas acompañadas de un estridente pitido que se había alojado a saber dónde. Respiró con dificultad pero logró serenarse lo justo para unir sus pensamientos en algo... Aterrada se llevó las manos al estómago, tardó un momento en darse cuenta que solo una de ellas repasaba con cuidado el pequeño bulto del centro de su cuerpo. No le importó demasiado, más importante fue darse cuenta que sus dedos le producían pequeños destellos de dolor por toda aquella zona. Algo no iba bien. Giró la cabeza desesperada buscando a Lionel, tenían que... Lionel... La imagen la golpeó y dejó de tratar de buscarlo. De algún modo acabó mirando el retrovisor de su lado, su reflejo la asustó, no por la sangre, sino por la mueca desencajada. Esa no era ella.

—Evelyn.

—¿Lionel?

—No, cariño. Soy yo.

—¿Milord?

—¿Qué haces aquí?

—¿Aquí?

—Esto ya ha pasado, ¿recuerdas?

Entonces las imágenes se aceleran. Evelyn en la cama de un hospital, mirando al techo, con los ojos resecos y sin ganas de seguir existiendo. Luego en casa, aquel hogar que estaba terriblemente vacío, y que sin embargo estaba repleto de objetos que dolían. Días grises y encharcados, noches largas y tormentosas. Entonces aparece algo nuevo, un hombre... no, un caballero que alivia de vez en cuando su pena.

—Ese soy yo.

Por un momento ambos se quedan mirando a ese caballero que recrea ella en su mente. Él sonríe, siempre lo representan como alguien elegante pero con un halo peligroso alrededor, unos ojos rojos quizá, o unos incisivos desarrollados. Evelyn lo construye sin ninguna de esas cosas, de hecho es quizá la que más se ha acercado a la realidad de todos aquellos que alguna vez se han cruzado en su camino. Salvo por el bastón. Se le escapa una carcajada.

Y por fin llegan al día de hoy. El restaurante está más iluminado, más acogedor. Solo hay una mesa y en ella se sientan Evelyn y un hombre que parece iluminar toda la sala. La velada se alarga, se repiten escenas, frases y gestos una y otra vez. El caballero se recrea en todo aquello, lo vive, lo siente, absorbe cada sentimiento que ella desprende, al hombre no le hace ni caso, ¿para qué?, es solo una imagen de la que no puede alimentarse.

***

La despierta con suavidad, acariciando lentamente su mejilla encarnada. Los ojos de caramelo se posan en los suyos con dulzura. No siempre es así, a veces el intercambio deja a “su” gente con una mirada completamente vacía, lo cuál no tiene por qué ser malo. Pero Evelyn es especial, su mirada siempre retorna dulce del pequeño viaje a sus recuerdos, esas escenas y sentimientos que apuñalan con fuerza justo en el centro del pecho y se aferran al dobladillo del alma.

Este es el mejor momento para hablar de lo que debe hacer, para que la idea vaya calando en la mujer.

—Cariño, se acercan tiempos felices para tí, puedo verlo. Será mi momento de partir.

—¿Milord? —Un pequeño destello de alarma asoma entre las largas pestañas.

—Ya no me necesitarás. ¿Qué podría hacer por tí?

Una pequeña mentira, pues la felicidad también es un néctar al que le es fácil engancharse. Pero Se está encariñando demasiado con Evelyn. No está seguro de poder observar cómo envejece su hermoso rostro, aunque destelle alegría.

—¿Cuándo?

—Aún no, tranquila. Pero no falta mucho.

—Le debo tanto...

—Cariño, te aseguro que me has dado de sobra todo este tiempo. Me conformo con tu preciosa compañía.

Otra pequeña mentira, pero esta vez ambos lo saben.

Evelyn cierra los ojos y duerme. Su cuerpo tardará un par de horas en recuperarse un tanto, luego precisará alimento. Él se levanta y la carga como si fuera una pluma. Una pluma de fénix que coloca en el lecho.

Durante su vigilia autoimpuesta la estudia con detenimiento. Serán pocas las veces que la aliviará de sus emociones y recuerdos a partir de ahora, pues es necesario ir espaciando aquellos momentos para que el adiós definitivo no se enquiste.

No por ella, sino por él mismo.

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