lunes, 18 de enero de 2016

Ojo de pez (Relato corto)

(El siguiente relato lo escribí a raíz de un concurso en el foro Ábretelibro. Debía escribir un "relato muerto", con  una extensión de no más de dos páginas en word con letra times new roman a tamaño 12).
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OJO DE PEZ

La espera en el callejón como otras noches. Ya ha aprendido su rutina e incluso en un par de ocasiones se han saludado. Hace frío y nieva, aún no se ha formado el manto blanco sobre la acera pero no debe faltar mucho.

Deja vagar su mirada alrededor. La calle está desierta, a un lado un par de contenedores se apretujan cerca de una desleída señal de tráfico. Un trío de coches de baja gama permanecen apostados manteniendo una educada distancia. El barrio es tranquilo, de clase trabajadora, los hogares conforman una amalgama de paredes de color pardo adornadas aquí y allá de desconchones y manchas de humedad. Aquel lugar servirá, poco transitado en esta hora en la que empieza a oscurecer y las farolas pintan las calles con su cálida luz artificial. A intervalos regulares, las pequeñas bombillas de los adornos típicos de estas fechas también vuelven a la vida. Estrellas del norte se codean con las formas de copos de nieve, e incluso aquel regordete de rojo y blanco hace desfilar su trineo dibujado en cientos de lucecitas de colores.


Golpea el suelo con los pies mientras sopla sobre sus manos en un intento de calentarlas. Entre el vapor que escapa a chorros de su boca ve como la puerta de la tienda se abre. Justo a tiempo. Ella sale con prisa, se para a ajustarse la bufanda y luego reanuda su marcha hasta que lo descubre.

La niña se detiene a unos pasos mientras le sonríe. Debe estar contenta, la época navideña tiene ese efecto para casi todo el mundo. Tendrá nueve o diez años, de cuerpo delgado, su pelo rubio está dividido en dos largas coletas apretadas a ambos lados de la cabeza. Su cara es un tanto anodina, pasaría desapercibida entre una multitud cualquiera, sus ojos sin embargo tienen una luz distinta, un reflejo de vitalidad y ternura. Viste ropa de invierno, como cabe esperar, jersey y pantalones granates, bufanda y guantes blancos, chaquetón y botas beige. Sobre su hombro izquierdo su alma es una deforme masa oscura, de un tamaño completamente desproporcionado se aferra a ella en precario equilibrio, su mano derecha circunvala el contorno de la cara infantil de manera que las afiladas garras negras parecen hundirse en la carne, bajo la barbilla. La monstruosa sombra parece absorta, con el deforme rostro vuelto al cielo que derrama copos de nieve.

El Verdugo se queda paralizado un momento. Jamás ha visto un alma como aquella y sus ojos se han tropezado con muchas desde que inició su misión. Ahí están las insípidas almas grises sin sustancia ni forma, aquellas a las que no presta atención; luego están las odiosas almas negras de maldad y perdición, el objeto de su existencia, aquellas que deben ser liberadas para su purificación; y, por último, está su propia alma, esa entidad que sobre su hombro cada mañana le devuelve una imagen de un blanco lechoso a través del espejo.

Su mano aprieta un instante la navaja en el bolsillo. Podría dejarlo pasar, olvidarse un tiempo de aquello. La niña es encantadora. Pero él es el Verdugo y está frente al mayor ser condenado que jamás ha visto. Su señor no le perdonará dejar pasar aquella oportunidad. Debe hacerse.

—Buenas noches, niña. ¿Cómo te llamas?

La pequeña mantiene la sonrisa, pone las manos tras la espalda e inclina la cabeza a un lado en un gesto de duda. Su alma negra le mira a él directamente a los ojos y repite el mismo gesto. El Verdugo traga saliva.

—No debo hablar con desconocidos —La voz infantil tiene un tinte muy bonito.

Ahora la niña se mece lentamente, echando su peso hacia el frente sobre la punta de los pies y hacia atrás sobre los talones. El espectro en su hombro sonríe dejando al descubierto su inquietante juego de dientes.

—Eso está muy bien. Yo me llamo Mikhail —Solo necesita distraerla mientras sigue acercándose—. ¿Es tuya la tienda?

—No —Dice dejando escapar una risa cantarina—. Es de mi tía, ¿quería usted algo?

El gesto que compone de vendedora adulta lo detiene de nuevo mientras las dudas vuelven a apropiarse de su tambaleante determinación. Lo mejor será acabar rápido, quizá usando la navaja, o golpeando la cabecita contra el bordillo. No, mejor la asfixia, apretarle el cuello hasta que se duerma y la vida se le escape sin darse cuenta.

El Verdugo da un último paso y entonces, para su asombro, la deformidad negra cambia de color, primero rojo sucio, luego se torna grana y acaba en la viva tonalidad de la sangre. Jamás ha visto algo semejante, pero aquel monstruo aún le guarda una última sorpresa. La garra, que hasta el momento ha permanecido aferrada a la carita de la niña, se suelta y se estira hacia él. Aunque su mente le ordena retirarse es incapaz de moverse y observa como aquella mano roja se cierra alrededor de su brazo izquierdo. Un agudo dolor recorre su extremidad mientras no sale de su asombro, no es posible, ningún alma lo ha tocado nunca.

Antes de soltarlo, el pulgar de la garra deforme se tensa un momento y luego se hunde en su pecho. El dolor se hace ahora insoportable. Su paralizado brazo izquierdo pasa a un segundo plano mientras su corazón empieza a ser devorado por dolorosas lenguas de fuego.

—¿Señor?

La niña lo mira con la alarma alojada en el rostro. El Verdugo sabe que algo va mal, su cuerpo cae, choca contra la acera y apenas ve cómo la pequeña sale corriendo hacia la tienda pidiendo ayuda.

Allí tirado, con el dolor extendiéndose por todo su ser la visión se emborrona mientras sigue la figura de la niña, sobre el hombro infantil el alma vuelve a ser negra. La deformidad ya no lo mira, pero su brazo sigue extendido, caído hacia el suelo deja que las afiladas garras formen surcos imaginarios sobre la superficie encharcada de la acera.

Mikhail, el Verdugo, deja de sentir nada. Descubre sorprendido que no le preocupa haber fallado, más bien es un alivio. La niña es encantadora.

A su lado aparece su alma, un ser blancuzco de extremidades largas y ojos glaucos. Lo mira directamente y le enseña las afiladas uñas de su mano izquierda. Luego las hunde en el pecho moribundo, abriendo un profundo surco entre las ropas, la piel y los músculos. No siente nada, pero su imaginación le pinta la escena como si fuera un simple espectador y sin darse cuenta la fascinación lo atrapa. El ente blanco separa con ligereza la carne desgarrada y quiebra una a una las delgadas costillas lanzándolas a un lado como los mondados huesecillos de un pollo asado. Después rebusca en el interior hasta dar con su presa, el corazón. Lo saca poco a poco, aún unido al cuerpo por los tubos que transportan el espeso líquido de vida. El órgano muestra un color negro brillante, su palpitación es errática, lenta. El alma entonces lo estruja y se lo lleva a la boca, de un mordisco secciona arterias y venas, y lo arroja descuidadamente a uno de los contenedores de oleosos desperdicios.

El Verdugo se contorsiona en un ataque de tos. El ser lechoso abre su propio pecho y saca un corazón de color blanco, lo sopesa un momento y lo incrusta sin miramientos en el cuerpo que poco antes ha desgarrado. Mikhail pierde el conocimiento.

Vuelve en sí mientras lo zarandean. A su alrededor descubre varios rostros desconocidos, en un segundo plano la niña, con ojos asustados, mantiene la distancia. Su alma negra lo mira intensamente.

—¿Está bien? Debe haberse desmayado.

—Yo creo que ha sufrido un ataque.

—Está pálido.

La conversación continúa, él solo afirma con la cabeza mientras trata de levantarse. Una oportunidad perdida, lástima. Con algo de esfuerzo logra que le dejen en paz, está bien, un simple desvanecimiento, no hay problema.

De regreso a casa la rabia crece en su interior. Debería haber estado preparado para una eventualidad como aquella, no importa si todos estos años nunca le había sucedido. Esa noche se entrena a conciencia, forzando su cuerpo hasta el límite. Cuando acaba todos los músculos aúllan de dolor, pero no ha acabado, es necesario un castigo. Trenza un látigo de varias colas minuciosamente y a cada punta le añade tuercas de buen tamaño. La medianoche lo sorprende con la espalda ensangrentada y la determinación restaurada.

La noche siguiente Mikhail consigue romper el cuello de la niña sin alertar a nadie. No ha sufrido, aunque lamenta no haber podido congelar su expresión con aquellos ojos llenos de ternura. El alma negra tarda en desaparecer pero no importa, no puede despegarse del cuerpo infantil tirado en el interior del contenedor y tiene que soportar la sonrisa del Verdugo mientras lo sepulta bajo una montaña de bolsas de plástico.

Mientras se aleja ya tiene en mente su siguiente objetivo, un joven músico que suele tocar en el metro, su alma es una desgarbada e insolente deformidad tiznada.




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(Este relato tiene una continuación: "Macro")

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