miércoles, 27 de enero de 2016

Macro (Relato corto)

(Este relato es un intento de continuar la historia iniciada en "Ojo de pez".)
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MACRO

Cierra los ojos de nuevo. Las notas empiezan a envolverlo lentamente mientras aquel músico desgrana con suavidad la pieza. Por un momento se deja llevar a tiempos pasados, recuerdos que suelen doler y que han quedado en un rincón escondido de su memoria durante mucho tiempo.

A mamá le gusta el blanco, los vestidos con vuelo y ese peinado anticuado pero tan de película. Llegan al teatro bromeando, siempre tratando de olvidar lo que ha quedado en casa. Por aquel entonces a Mikhail niño le encantaban esos sitios, a pesar del olor, la mala iluminación y el demacrado rostro del auditorio. Cuando se sientan mamá le da el panecillo que ha logrado esconder en ese bolsito que le costó un par de fracturas y un labio partido. Ha valido la peña, cariño, no te preocupes.


El Verdugo aprieta con fuerza los dientes. La música llega a un momento más rápido, las notas galopan alborozadas y él se aferra a sus recuerdos. El dolor no importa, hoy no, ahora no.

El escenario tiene tonos deslucidos, pero los instrumentos brillan y los músicos se esfuerzan por arrancar aplausos nacidos de la esperanza de olvidar por un momento el mundo de fuera. El rostro de mamá irradia felicidad, aprieta las manos cerca de sus labios pintados y le lanza pequeños vistazos emocionada. El pequeño Mikha se hincha de gozo, aquella música es mágica, su madre vive para aquello y él se siente un privilegiado por estar allí, junto a ella.

Se le escapa un suspiro, un quejido muerto en su garganta reseca. La música inicia una danza de subidas y bajadas, un ágil revoloteo de quiebros y tirabuzones.

Cuando los músicos atacan el momento álgido parte del público se levanta en un arrebato, mamá lo coge de la mano y lo arrastra hacia arriba, sus ojos derraman lágrimas, pero a diferencia del resto del día en aquel teatro son de alegría. Mikha ríe y salta, desde su asiento apenas puede ver el escenario, pero no importa, la música está en todas partes y su madre brilla entre toda aquella...

La pieza se desacelera un momento y luego avanza dislocada, las notas pierden su razón de ser, el arco del violín rasga el espacio con rabia y le magia se rompe. Mikhail chirría los dientes y abre los ojos enfadado. El violinista se encuentra en un estado de frenesí, agarra con fuerza el arco y lo desliza sin control sobre las cuerdas, su cuerpo realiza movimientos espasmódicos mientras su rostro refleja una furia amarga. El Verdugo aguanta el maltrato incómodo, no debería ser así, el muchacho posee suficiente destreza.

Se aprieta un poco más contra la pared y sube despacio la cremallera de la chaqueta. A unos metros el joven acaba por fin la pieza, mira desconcertado a su alrededor y luego sopla hacia arriba, apartando así un mechón rebelde de su flequillo ya alborotado. Mikhail desliza su mirada hacia el hombro derecho del chico, posando sus ojos sobre el alma negra. El monstruo se entretiene en rascar una de las losas de la pared, un largo brazo deforme acabado en una garra desproporcionada mantiene un dedo en el aire tratando de formar palabras invisibles sobre la superficie húmeda.

El Verdugo chasquea la lengua. Esta vez no dudará, aquel alma oscura es de las corrientes, si es que podía permitirse decir aquello. No se confiará nunca más, lleva casi dos horas observando al monstruo, lo único destacable es su deformada delgadez, pero ya ha visto otras similares. Curiosamente cuando el muchacho toca el violín ese alma tiznada parece quedar en trance, mientras que entre melodía y melodía se pone a garabatear sobre cualquier superficie. ¿Qué diantres escribirá? No, no importa, no debe dejar que la curiosidad le haga dudar.

El muchacho mira la hora y da por acabado su "concierto", empieza a recoger los pocos objetos que siempre lo acompañan en ese pequeño rincón de la estación de metro. El acceso está mal iluminado, sus paredes parecen estar impregnadas de alguna sustancia pegajosa y brillante, sin embargo en toda la superficie curva no hay una sola grieta. Bajo un tubo que de vez en cuando titila, el joven acuna un momento el desgastado violín y lo mete con cuidado en el estuche. Sobre su ropa oscura la gabardina marrón le queda grande, desgastada en codos y espalda, el dobladillo cuelga deshilachado cerca del tobillo derecho.

Mikhail se endereza. Es una lástima, el chico toca bien, muy bien de hecho. Puntea las notas con brío y soltura, logrando llenar aquel anodino espacio de belleza. Sin embargo tiene la manía de estropear el final, según su opinión, algo le hace perder la compostura. Un recuerdo quizá, o cualquier otra cosa. Mientras da forma a una magnífica pieza de Tchaikovsky o de Shostakovich, el joven mantiene los ojos cerrados y una expresión concentrada, pero cuando las notas alcanzan la recta final su frente se frunce y en los labios asoma un rictus amargo. Entonces sus movimientos se vuelven bruscos, furiosos, trastornando las notas. Volviéndolas estridentes y descolocadas.

El muchacho acaba de recoger todo y marcha con paso veloz a la salida. El Verdugo lo sigue más despacio. Apenas ha necesitado unos pocos días para saber cuál será su recorrido. Siempre realiza una parada. Una cena acelerada en uno de esos restaurantes de comida rápida, y luego a casa, un destartalado edificio de multitud de viviendas desdibujadas. En su itinerario un par de callejuelas oscuras parecen lugares obvios para atacarle, pero es un joven cuidadoso y siempre está alerta. Mikhail ha conocido barrios como aquel en su país, lo entiende perfectamente.

Y era aquello, el miedo a los atracos, lo que en realidad hace vulnerable al muchacho. Su violín, el objeto que acaricia con amor mal disimulado, requiere una atención especial. Tal vez no sea el primero que ha tenido y le han arrebatado. Así que cada noche, antes de entrar a casa y descansar, lo esconde en el interior de un motor de aire acondicionado destrozado al que solo se puede llegar escalando una pared plagada de agujeros, en la parte de atrás de su edificio. No es tarea fácil, pero su agilidad y delgadez aportan lo justo para llevar a cabo la peripecia. Mikhail duda en ser capaz de aquello, su estatura compacta y su complexión fibrosa le impedirían llegar a ciertos puntos en la escalada. Tras poner a salvo su violín el muchacho pierde todos sus temores, no debe tener otra cosa valiosa. Y era aquel su momento vulnerable, parece no interesarle ya nada, camina hacia la puerta del edificio y, mientras sus hombros de dejan caer derrotados, abre de un empujón y la decadente semioscuridad lo engulle.

La parada para cenar es rápida, pero al Verdugo le da tiempo suficiente para adelantarse un buen número de metros y llega antes que su objetivo a la parte trasera del edificio. Ni siquiera es necesario esconderse, tan solo una luna menguante ilumina la noche y en el lugar hay tantos desperdicios que simplemente tiene que tumbarse y permanecer quieto. El muchacho hace una inspeción rápida, pero está más preocupado en escalar que en lo que le acecha. Ese es el problema de la rutina.

Mikhail espera tendido en tierra. Sin darse cuenta su mente le juega una mala pasada, el recuerdo de aquella niñita de coletas rubias le golpea justo cuando el violinista inicia el ascenso por el muro. Aprieta con fuerza los puños y se obliga a serenarse. ¡Estúpido! Había hecho lo correcto.

Se levanta en cuanto el joven está a punto de llegar al suelo, ya sin su preciado violín de por medio. El alma negra en su hombro parece haber entrado en un frenesí escritor, pues garabatea en el aire palabras mudas a una velocidad desconcertante. No te quedes mirando, reacciona. Con pasos rápidos se sitúa a dos palmos del muchacho cuando este acaba el descenso. Saca la navaja y lanza el ataque.

El joven tropieza, un mal paso quizá y sin darse cuenta logra esquivar la puñalada. El alma negra, sin embargo, detiene sus movimientos y le mira intensamente. El Verdugo maldice, aquella monstruosidad… ¿está empezando a ponerse de color granate? ¡Esta vez no! Salta hacia atrás y afirma los pies en el suelo.

El ruido alerta al muchacho que se gira aturdido. Mikhail esconde con rapidez la navaja.

—¿Quién es usted?

—Perdona chico, estaba buscando… —sin darse cuenta se le escapa su marcado acento balcánico.

—¿Está borracho?

Aquella jodida alma sigue siendo negra. Debe estar paranoico. Un segundo error en apenas dos semanas. Inadmisible.

—¿Oiga?

—S..sí… estoy algo borracho, disculpa.

El monstruo le sonríe, tiene unos dientes serrados extrañamente diminutos. Hijo de puta.

—Mire, estoy muy cansado, ¿quería usted algo?

Se queda en suspenso. Aquella pregunta le golpea con fuerza haciendo que su mente juegue un rato con las palabras, la frase se repite varias veces como un eco, cambiando el tono del joven al de la niña rubia. La vocecita se desvanece poco a poco mientras sacude la cabeza de un lado a otro tratando de alejar todo aquello.

—…No… yo… perdona, tengo que… tengo que irme.

Estúpido, estúpido. Aún podía volverse y matar al muchacho, no podría defenderse, no podría... No, su mente está ya en otro lado, así no quiere hacerlo.

Sin prestar atención alrededor, sus pasos lo llevan al único sitio que conoce a parte de la espartana habitación que ha decidido llamar hogar. La iglesia. No puede haber andado tanto, ¿o sí? Indeciso se acerca al acceso lateral y golpea despacio la recia madera oscura. Tiene que hablar con alguien.

Cuando está a punto de llamar con más fuerza la puerta se entreabre, de la oscuridad del interior asoma un rostro arrugado y canoso, en su cuello destella el cuadradito blanco.

—¿Mikhail?

—Padre Joseph, ¿tiene un momento?

—No eres bien recibido aquí.

—Padre...

El cura desaparece en el interior, pero deja la puerta abierta. El Verdugo empuja despacio la madera. Entrar en ese tipo de sitios siempre requiere cierto esfuerzo, le resulta... incongruente. Sigue la figura del religioso por el pasillo en penumbra, sus dedos rozan las piedras desgastadas de las paredes. Al fondo del pasillo llegan a un habitáculo pequeño y amueblado de manera austera, lo único destacable quizá sea el armario, una pieza robusta y de color caoba que parece bien cuidado.

—Vamos pasa, siéntate.

Mikhail se sienta en la única silla mientras el cura se acomoda en un catre cuyo deformado colchón chirría ante el peso de su inquilino. Por un momento deja vagar su mirada, hace tiempo que no pasa por allí. El armario, la cama, aquella mesa barata y todos aquellos montones de libros apilados aquí y allá. Nada ha cambiado. Un carraspeo le hace fijar la vista en su interlocutor. Sí que ha cambiado algo, está más viejo y su alma...

—Por favor Mikhail no la mires.

—Lo siento padre.

El cura suspira, apoya los codos en las rodillas y entrecruza los dedos a la espera de que el Verdugo hable.

—Ha pasado algo.

—Lo supongo hijo.

—No, esta vez es algo... inusual.

—Es de tu... trabajo, ¿verdad?

—Mi misión. Sí, hace unos días me topé con un alma negra como nunca antes había visto.

El padre Joseph baja la cabeza hasta tocar con la frente sus manos entrelazadas. Mikhail espera respetuoso a que vuelva a erguirse.

—Continúa.

—No logré... deshacerme a la primera de ella.

Ahora el cura se humedece los labios, en su mirada aparece un leve destello de interés que pronto se torna en rabia.

—¿Tú?, nunca fallas —Las palabras saltan de la boca del padre Joseph como si fueran veneno mientras el labio superior se tensa expresando asco.

Un espeso silencio rellena el pequeño dormitorio lentamente. El religioso se lleva una mano a la frente y se limpia unas inexistentes gotas de sudor. Mikhail aprovecha para mirar el alma gris de su hombro, sus entrenados ojos examinan aquel tono que parece aclararse en algunas zonas. Puede que esté un poco más clara que antes.

—Mikhail, perdóname.

El padre Joseph se levanta y se arranca de un tirón el alzacuellos, lo deja en la mesa y vuelve a sentarse en el lecho. Se frota las manos decidido y vuelve a prestarle atención.

El Verdugo le cuenta su primer encuentro con el alma de la niña de coletas rubias. El sorprendente ataque de aquel monstruo que del negro pasa al rojo sobresalta al cura, la posterior descripción de la intervención del alma blanca de Mikhail para cambiarle el corazón teñido de negro por uno blanco hace que se lleve las manos a la boca conmocionado. Por último, cuando trata de narrarle cómo acaba con la pequeña el padre Joseph le corta con el brusco gesto del puño crispado.

Durante un rato el verdugo observa el deambular de su interlocutor por el pequeño cubículo mientras impera el silencio. Finalmente el religioso se detiene y le pone una mano temblorosa en el hombro.

—Debes hablar con Sergei.

—No está en la ciudad.

—Sí que está.

La sorpresa le hace levantarse de un salto.

—¿Por qué...?

—Debes hablar esto con él, yo no puedo ayudarte, me sobrepasa. Él es tu maestro.

—No sabía que había vuelto.

—Eso no importa, ve a verle. Y Mikhail, no vuelvas por un tiempo, ¿de acuerdo?

—Sí, padre.

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