lunes, 19 de septiembre de 2011

Ojos de hielo (1ª parte) [Relato Warhammer Fantasy]


OJOS DE HIELO

Esquivó la enorme hacha de piedra tirándose al suelo, quedándose en una postura ridícula, como un lobo de la estepa dando arcadas. Estaba muy cansado, y notaba los brazos tan pesados que por un momento pensó que se había quedado clavado en aquél barro apestoso. Tal como estaba sólo podía ver el limo negruzco donde sus manos estaban enterradas hasta las muñecas, su hacha había desaparecido, o al menos no conseguía notar nada a través de sus ateridos dedos. Justo entonces un pie escamoso con garras amarillentas se posó con fuerza bajo sus ojos. Levantó la cabeza para ver al monstruo. Era enorme y estaba levantando los brazos para descargar un golpe que, estaba seguro, lo partiría por la mitad. Entonces todo se hizo más lento, él intentaba moverse mientras la horrible hacha pétrea bajaba inexorable. La desesperación lo atenazó, se daba cuenta de que debería ser lo suficientemente rápido para esquivar el ataque, más aún cuando todo parecía tan horrorosamente lento. Pero no podía hacer nada, el filo del hacha ya estaba muy cerca, podía ver las pequeñas grietas de la piedra, el desgaste de las aristas, trocitos de piel y cabello coloreados de sangre por su superficie. Entonces el golpe se produjo, y el dolor lo inunda todo. Dolor y oscuridad.

- ¡Nooooo!.




Abre los ojos y se endereza con rapidez. Parpadea confuso, y mira alrededor. Resopla y se rasca alrededor del parche del ojo izquierdo. Está en su tienda de lona, y todo está relativamente oscuro y tranquilo. Aparta la manta de un manotazo y se lleva las manos al rostro. Aquella maldita pesadilla lo asaltaba noche tras noche, pero era incapaz de acostumbrarse. Sólo conseguía escapar de aquello cuando tenía un trabajo entre manos, como el que le esperaba aquél día, gracias a Ursun. Así las noches eran sólo oscuridad, pues el cansancio de estar alerta todo el día no dejaba espacio para las pesadillas ni los sueños.

Mejor empezar cuanto antes. Se vistió con sus mejores ropas, si es que se podía llamar a aquello vestirse. Los días en Lustria eran calurosos y pegajosos, por lo que hacía mucho que había dejado de lado cualquier camisa, justillo o chaqueta cuando era de día. En lugar de eso simplemente se ajustaba un par de correas sobre el torso, una para sujetar el hacha a su cadera y la otra para el carcaj de la espalda. Los pantalones eran al estilo de su tierra, Kislev, pero de tela ligera en lugar de lana, y abiertos bajo las rodillas. Le estaban algo anchos, pues cuando los encargó tenía un estómago del que estaba orgulloso, pero ahora simplemente tenía un cinturón con tres o cuatro agujeros más. Se ajustó éste con energía e introdujo los cuchillos en sus fundas, una detrás, a la altura de los riñones y la otra pegada al muslo izquierdo. Echó un vistazo donde estaban el resto de sus posesiones, un pequeño arcón con algo de ropa y lo que le quedaba de su preciada bebida, apoyados en éste estaban sus armas, el hacha y el arco compuesto, y en el suelo sus botas.

Sus queridas botas de cuero. Estaban muy deterioradas, rajadas aquí y allá, con las suelas picadas y medio despegadas, y los cordones hacía mucho tiempo que habían desaparecido. No era capaz de tirarlas, quizás porque echaba de menos un buen calzado. Cuando desembarcó en aquella tierra calurosa y húmeda no se imaginó que lo primero que odiaría serían sus botas. Como buen kislevita se negó a darse por vencido y eso casi le cuesta el pie derecho. A regañadientes se hizo con el calzado que ahora usaba, dos pares de zapatos de tela con apenas una fina lámina de cuero como suela. Era como andar descalzo y sus pies tardaron en acostumbrarse, pero reconocía que en un lugar como aquél eran perfectos, de hecho con el tiempo no le fue complicado andar descalzo, y sus zapatos los guardaba sólo para trabajar.

Se puso el par de zapatos que aún no tenía agujeros, sólo un par de remiendos. Preparó el equipaje, metió la manta de piel aceitada en un saco y llenó otro más pequeño con algunas cosas útiles, sopesó si llevarse un pellejo lleno de su bebida. Estaba orgulloso de haber conseguido destilar algo más fuerte que los meados que daban en la taberna del pueblo, pero siempre que se llevaba cierta cantidad para trabajar no le dejaban en paz hasta que la compartía. Y no entraba en sus planes pelearse más de la cuenta, sobre todo con los que iban a estar junto a él cuando las cosas se pusieran feas.

Porque a eso se reducía todo, un mercenario estaba para eso, para salvar el pellejo del que le pagara, pero sin olvidarse del suyo propio. Y aunque estaba rodeado de gente despreciable, cuando se trataba de sobrevivir todos eran camaradas. Así que la bebida se quedaba en la tienda. Cuando volviera posiblemente ya no estaría, pero le daba igual. Se había acostumbrado a que le robaran, así que siempre trataba de dejar en la tienda lo que fuera prescindible. Al fin y al cabo sus posesiones más preciadas estaban bien escondidas. Sólo tendría que comprar lo que le faltara al volver. Por muy cochambroso que fuera el pueblo no faltaban los comerciantes que tenían casi de todo, y por fortuna él no tenía problemas de dinero. Era bueno en su trabajo, y éste no escaseaba.

Salió de su tienda a un amanecer sombrío, las familiares siluetas del puñado de edificios de madera que había en el pueblo le servirían para orientarse, pero antes decidió acercarse a la empalizada para aliviar la vejiga. Cuando acabó volvió a ponerse en marcha, quizás era demasiado temprano para despertar a Govizt, pero no importaba. El comerciante parecía no molestarse nunca por nada, siempre exhibía una sonrisa nerviosa, y lo había visto bromear incluso en las situaciones más difíciles. Claro que quién podía temer nada con los contactos que tenía, el canalla se las sabía todas, y tenía amigos incluso en los Desiertos del Caos, estaba seguro de ello.

No tardó mucho en tener a la vista el comercio del granuja. El establecimiento de Govizt era en realidad un variopinto conjunto de tiendas de lona que ocupaban una zona bastante grande, atiborrada de objetos por todas partes, más de una vez se había preguntado cómo se sostenía aquél lugar, pues dudaba que los soportes fueran lo suficientemente grandes o que hubiera siquiera espacio para ellos.

Se sorprendió al ver salir al propietario. Nunca lo había visto levantarse tan temprano. Govizt lo descubrió en seguida y se le acercó haciendo aspavientos.

- Menos mal que ya estas despierto Sasha, el maldito viejo nos está esperando. – dijo mientras lo agarraba del brazo y comenzaban a caminar.

- ¿Quién?.

- Tu patrón hombre, hace un rato vino un muchacho a despertarme. Me dijo que el “maestro Solzmon” estaba impaciente por salir cuanto antes. Por Ranald que estuve a punto de lanzarle la palmatoria a la cabeza a aquél zoquete.

- ¿La “palma” qué?.

- La pal-ma-to-ria. Sí hombre, un objeto de metal con un asita que sirve para sujetar una vela.

- Ah – Sasha no se molestó en seguir preguntando, aunque no era capaz de imaginarse aquél cacharro.

- Ya verás que el viejo es un tipo muy raro. Se hace llamar maestro pero no es más que un loco con mucho tiempo libre. Lo bueno es que también tiene mucho dinero. En serio Sasha, te he conseguido un trabajo muy beneficioso.

- ¿Y tú qué sacas de esto?.

El comerciante lo miró un momento con cara de pena.

- ¿Yo?, ya sabes que lo hago por nuestra amistad. Aunque claro mi tiempo es oro, y encima al amanecer…

- Ya, ya. Y el “maestro” ¿para qué quiere hacer una expedición al interior de la jungla?.

- Cualquiera sabe – le dijo encogiendo los hombros - Pero no llevará porteadores, conque no es un buscador de oro, ni uno de esos locos que creen que esta maldita selva se puede atravesar hasta el final… o eso creo.

- Sólo me faltaría eso.

- Tranquilo, por lo que sé su intención es ir y venir el mismo día, así que no iréis muy lejos.

- Ya. Pero seguro que no tiene ni idea de lo que se tarda en avanzar con toda esa vegetación, ni los peligros que encierra.

- Eso es cierto, pero hombre por eso le hablé de ti. Eres de los pocos que lleva mucho tiempo aquí, y la jungla no tiene secretos para ti.

Govizt le dio unos golpecitos en el hombro en plan amistoso. Pero debió darse cuenta de la expresión de su rostro porque el granuja carraspeó y aceleró el paso. No hablaron más hasta que llegaron a una choza circular cubierta de tela. Como cualquier visitante que llegaba al pueblo, el viejo maestro había tenido que instalarse fuera de la empalizada de troncos. La estructura desde luego tenía algo raro, estaba… demasiado bien hecha, redondeada y con el techo cónico, y el suelo tenía toda la pinta de haber sido apisonado a conciencia, para dejarlo lo más liso posible. Aquello era sorprendente, hasta ahora nunca había visto que ninguna estructura, fuera de lona, madera o piel no quedara desequilibrada o estropeada al levantarse en aquella tierra. Notó como Govizt le apretaba el brazo para que se detuviera.

- Espera, antes de que veamos al viejo tienes que saber que es un tanto… peculiar.

- Ya me has dicho que es un tipo raro.

- Sí, sí, pero no me refiero a eso, es decir es un tipo muy raro, pero además… bueno no te tomes en serio todo lo que diga, a veces es demasiado directo.

- Explícate.

- Quiero decir que… bueno que no lo mates ¿eh?.

- ¿Qué?.

- Es que es un tipo que te dice todo a la cara y parece no darse cuenta de que mucho de lo que dice insulta al que está hablando con él.

- Pero… - Tú sólo ten paciencia y no lo tomes en serio. Tiene mucho dinero, ¿te lo había dicho?.

Antes de que le respondiera salió un muchachito que en cuanto los vio se perdió de nuevo por el interior de la choza. Casi inmediatamente apareció un hombrecillo lleno de arrugas vestido con los colores más vistosos que había visto en mucho tiempo, y el que acabara de asomarse el sol no ayudaba mucho. Llevaba ropa de estilo imperial, pero algo desproporcionada: camisa de un amarillo cegador, con mangas demasiado anchas y largas, chaqueta sin mangas azul cielo y pantalones bicolor, por los muslos rojo sangre con las típicas protuberancias acuchilladas, pero de nuevo demasiado grandes, y bajo las rodillas de color amarillo. Las botas eran de un cuero negro muy brillante, adornadas con un par de cintas rojas. En la cabeza destacaba un gorro plano, también rojo, demasiado ancho para la cabeza que protegía. Sobre la nariz bailoteaban unos lentes que parecían estar en un precario equilibrio, y por encima del labio superior un bigote muy fino pero largo aparecía adornado con hilos de plata.

- Señor Govizt ya era hora, ya le dije que quería salir muy pronto, es muy importante que aprovechemos todo el tiempo de luz que podamos.

- Discúlpeme maestro Solzmon. Quisiera presentarle a Sasha, él hará de guía y les protegerá…

- ¿Está de broma?. Está tuerto, en los huesos, y tiene las piernas torcidas.

Notó como la ira lo invadía mientras aquél personaje ridículo lo despreciaba. A su lado, Govizt tragó saliva y se apresuró a agarrarle nuevamente el brazo.

- Ejem… le aseguro que es lo mejor que puede contratar en toda Lustria – casi gritó el comerciante.

- Déjese de tonterías, está tratando de engañarme, pero no pienso darle más oro del que…

En un solo movimiento saca el cuchillo y agarra al viejo del cuello de la camisa. Antes de poder levantarlo del suelo algo se mueve a su derecha. Agacha la cabeza a tiempo de esquivar algo metálico. Mira en aquella dirección. Matones. Una pareja de guerreros lo mira con atención. El más cercano es delgado y juguetea con un pequeño cuchillo arrojadizo, detrás un hombre mucho más grande sostiene un espadón. Por las cicatrices y las miradas asesinas deduce que son profesionales. Con movimiento lento se levanta el parche y saca el hacha.

- Sasha, espera, tranquilo, el maestro no ha tratado de…

- Cállate Govizt, te puedes quedar el trabajo y metértelo donde te quepa.

No debería haberse ofendido en realidad, su aspecto era justo como había descrito Solzmon, pero hacía mucho tiempo que nadie le hacía pensar en ello. Y eso le había cabreado. Allá en su tierra su aspecto era bien distinto… bueno excepto por lo de las piernas, pero de eso estaba orgulloso, porque sus piernas se habían adaptado a tener un caballo debajo. Cómo echaba de menos cabalgar por la estepa interminable, y comer grandes pedazos de carne, y beber sin parar y… Gruñó, aquellos dos tipos iban a ayudarle a descargar el mal humor.

Se acercó poco a poco, sopesando a sus adversarios. El flacucho había sacado una espada corta y estaba empezando a separarse de su compañero. El hombretón simplemente había afirmado los pies y apoyaba el espadón sobre uno de los hombros, aunque aquella espada era para usarla a dos manos la manaza de aquél tipo sujetaba casi toda la longitud de la empuñadura. Estaba seguro que no necesitaría agarrarla con las dos manos para luchar. No se lo iban a poner nada fácil. Lo importante ahora era saber cuál atacaría antes o si le dejarían atacar a él primero…

De pronto el viejo maestro se puso justo delante de él y le miró fijamente. Sorprendido miró al viejo y luego a los guerreros. Estaban tan sorprendidos como él.

- Pero ¿qué tenemos aquí?, ¿tiene eso desde hace mucho?.

Solzmon señalaba hacia su ojo izquierdo. Bueno no era exactamente su ojo era…

- Es una piedra muy rara, parece como de hielo, aunque quizás… ya sé, de escarcha, eso es, porque esa maraña de líneas blancas sobre el color azul…

- No estoy dispuesto a soportar…

- No sea maleducado hombre, esto cambia las cosas, parece un objeto muy exótico. ¿Dónde dice que lo encontró?.

La atmósfera había cambiado, ya no estaba en tensión, y los matones también parecían relajados. Para su sorpresa ya no estaba enfadado, más bien intrigado. Enfundó el hacha y el cuchillo y empezó a rascarse la calva cabeza.

- Lo encontré por ahí, hace ya bastante tiempo, poco después de perder el ojo.

- Pero ¿en la selva?.

- Sí, bueno, quizás.

- Y te ayuda mucho ¿cierto? - el viejo parecía muy interesado mientras se retorcía el bigote con vigor.

Notó como su rostro perdía el color. Era cierto que aquella cosa le había cambiado la vida. Al principio pensó que era por culpa de haber perdido el ojo, que debía adaptarse a hacer las cosas de otra manera. Pero no era eso, simplemente desde que se hizo colocar aquella bola de vidrio había notado que su intuición no le fallaba nunca, era como si en momentos de peligro se hiciera más ligero…

Solzmon lo seguía mirando, esperando una respuesta.

- Es posible, pero no sé lo que hace o cómo…

- Ya, debe ser parecido a un amuleto, lo noto.

Tras aquello no volvieron a hablar del tema. Y aunque Govizt, antes de separarse, le dijo que podía dejar el trabajo, al final se decidió a hacerlo. Odiaba estar sin hacer nada y… sentía curiosidad.

Apenas tardaron en ponerse en camino. Como había supuesto el comerciante no llevaban más que un par de bolsas y un puñado de pellejos con agua, así que sería un viaje corto. Durante el camino abría la marcha, atento a cualquier cosa y con el arco a punto, pero no era el que guiaba exactamente. Solzmon le dijo que los llevara a las zonas más despejadas del interior de la selva. Cuando llegaban a algún claro, paraban y el viejo maestro empezaba a dar vueltas, medir cosas, agacharse a excavar la tierra, y un lago etcétera. Así pasó la mañana, comieron y a media tarde, cuando estaba a punto de decirle al viejo que ya iba siendo hora de dar la vuelta, tropezaron con otro claro en la selva, que él no conocía. En esta ocasión sin embargo sí que había bastantes cosas que mirar, pues aquí y allá varias estructuras de piedra aparecían derrumbadas sobre la hierba.

Se le hizo un nudo en el estómago. Su ojo de vidrio, o amuleto si lo que decía Solzmon era cierto, lo había encontrado incrustado en un pedazo de piedra muy parecido a aquellas, con símbolos extraños grabados en la superficie. No era difícil darse cuenta que pertenecían a los Hombres Lagarto. Odiaba a aquellas criaturas.

No pudo evitar que lo asaltaran los recuerdos. Las escenas del día que perdió el ojo llenaron su mente.

*_____*_____ *

La enorme hacha de piedra tan sólo le rozó la cabeza, aunque el dolor era insoportable. Se quedó un instante paralizado, luchando para permanecer consciente, por mucho que lo intentara no veía nada de nada. Entre las oleadas de dolor un jirón de pensamiento cruzó su mente. Su enemigo estaría a punto de rematarlo. No conseguía centrarse en su cuerpo, aquella agonía le martilleaba el cerebro y ni siquiera distinguía sus miembros. Gritó de rabia, o al menos intentó hacerlo. Al momento de despegar los labios su boca se llenó de un líquido denso que empezó a ahogarlo.

Su cuerpo se convulsionó violentamente entre fuertes toses y arcadas. Eso acrecentó el dolor de cabeza, pero también lo hizo moverse y pensar con algo de lucidez. Aquella cosa asquerosa debía ser barro, así que estaba tirado sobre el cieno, posiblemente malherido y… ¡¡Oh dioses!! era como si miles de dientes mordisquearan la parte izquierda de su cara. Sólo había dolor. Volvió a notarse pesado, los sonidos se atenuaban y… La dulce inconsciencia lo abrazó, alejándolo de aquél martirio.

Cuando volvió a la realidad el dolor volvió a atacarle, pero ahora estaba tan débil que no le importó tanto, o quizás era el propio dolor el que había menguado. Sea como sea sentía la mente más despejada y se esforzó por mantener la calma. Si dolía es que seguía vivo. No sintió demasiado alivio por ello, pero alejó aquél pensamiento y se centró en su estado. No podía ver nada, tenía algo sobre los ojos. Luego se ocuparía de eso. Poco a poco fue repasando cada parte del cuerpo. Los miembros los notaba rígidos, y gracias al tacto de sus manos se dio cuenta que era porque seguía tirado en el barro, que ahora estaba mucho más frío. Abrió y cerró repetidamente las manos para calentarlas y después fue palpándose cada pedazo de piel. Encontró un par de heridas sin importancia en un muslo y el pecho.

Había dejado la cabeza para el final. Tragó saliva. Con dedos trémulos empezó a tocar de la barbilla para arriba. Boca, pómulos, nariz… ojos. En el derecho se topó con un pegote de barro que se limpió con rapidez. En el izquierdo… las yemas de sus dedos apenas rozaron algo rugoso antes de que un pinchazo de dolor lo paralizara de nuevo. Jadeó. Se obligó a volver a tocar aquello. Con cuidado dibujó el contorno de lo que parecían unas gachas medio secas. Debía ser una herida a medio coagular. Un escalofrío le recorrió el espinazo. En el centro de aquello debería estar su ojo. Pero sabía que había desaparecido. La visión de su ojo derecho era angustiosamente borrosa, pero en el izquierdo sólo había oscuridad.

Pasó un tiempo lamentándose hasta que se enfadó consigo mismo. Maldita sea, estaba vivo. Desde que había despertado no había oído nada así que también estaba a salvo. Debía irse de allí cuanto antes. Su visión se había aclarado lo suficiente como para percibir que el sol estaba cerca de apagarse. No era buena idea quedarse en medio de la selva de noche.

Con mucho esfuerzo, dolor y pura fuerza de voluntad, consiguió ponerse en pie. A su alrededor había un puñado de cuerpos. Todos humanos. Los Hombres Lagarto siempre se llevaban sus muertos y heridos. No esperaba que hubiera escapado ninguno de sus compañeros con vida. Aquellos reptiles eran buenos perseguidores.

Ni siquiera echó un vistazo a sus antiguos camaradas mientras buscaba sus armas. No importaba, ellos ya se habían ido con sus dioses. Encontró el hacha semienterrada allí cerca, el arco fue más complicado de hallar, pero se negaba a quedarse sin él, era demasiado preciado para él. Los cuchillos eran diferentes, cualquiera le serviría, así que cogió los primeros con los que tropezó.

Acabó muy cansado. Debilitado como estaba iba a ser una dura prueba regresar al pueblo. Pero no iba a rendirse. Caminó, tropezó y se cayó infinidad de veces, y en muchas ocasiones luchó contra la necesidad de descansar. Hasta que llegó a un claro con ruinas de piedra.

Era ya de noche pero las piedras parecían brillar, o quizás simplemente reflejaban la luz de las lunas. Decidió parar un momento. Se apoyó en una pared y entonces descubrió un puñado de puntos brillantes en aquella estructura. Apenas distinguía nada. Se acercó a uno de ellos y se sorprendió mirando la cabeza de un lagarto esculpido en la superficie. En los ojos tenía incrustados un par de objetos redondos que parecían resplandecer con una tenue luz azulada.

Aquellos ojos le intrigaron. No parecían piedras preciosas pero tenían algo… Extrañamente le trajeron a la memoria su patria. Parecían carámbanos de hielo de alguna cueva, pero con forma de bolas pequeñas.

La idea se le ocurrió de repente. Con rapidez sacó un cuchillo y empezó a arrancar esquirlas de piedra de alrededor de uno de aquellos ojos “de hielo”. Debían ser ruinas muy antiguas pues no le llevó mucho tiempo tener entre sus dedos el objeto azulado. Se lo guardó entre las ropas y reanudó su camino.

- Éste me lo quedo por el que me habéis quitado – masculló por lo bajo.

*_____*_____*

Unos golpes en su hombro le hicieron volver a la realidad. Era Solzmon.

- Perdone Sasha, venga un momento, creo que esto es muy interesante.

El viejo no esperó a que dijera nada y se alejó en dirección al mayor grupo de piedras derribadas. Desde donde estaba parecían formar algún tipo de estructura, pero no pudo imaginarse la forma real de aquella construcción porque la mayoría de las piedras estaban derrumbadas de manera desigual. Siguió al maestro a regañadientes. Se estaba haciendo tarde.

- Mire, ¿ve?, no es como ese ojo que lleva pero la idea es la misma.

Solzmon le señalaba un relieve esculpido en lo que quedaba de una pared. Abrió la boca sorprendido. La imagen tallada era muy similar a aquél lagarto al que le había arrancado la bola de vidrio. Pero en esta ocasión lo que estaba incrustado no eran los ojos, sino dos de los colmillos, dos pedazos verdes de forma triangular. Como “su ojo” parecían estar formados por un material con una especie de líneas blancas en su interior, de nuevo le recordó al hielo, aunque en esta ocasión fuera verde. Estaba seguro que por la noche aquellas cosas brillarían.

- ¿A qué idea de refiere? – consiguió articular.

- Bueno, como su ojo estas cosas emiten cierto poder, y es muy parecido…

- Un momento, ¿qué es eso de que nota un poder? ¿es…? - tragó saliva, estaba nervioso - ¿es usted un hechice…?.

- Hechicero, mago, brujo, ¿qué más da?. Sé usar la magia, sí.

El viejo hacía gestos restándole importancia al hecho, pero a él se le secó la boca. La magia era una de las cosas que menos le gustaban. Siempre traía problemas.

De pronto sintió la necesidad de agacharse. Lo hizo casi por instinto, pues se había acostumbrado a aquellas sensaciones desde que tenía su ojo de cristal. Algo pequeño chocó contra la piedra que poco antes examinaba. Gruñó cuando vio como Solzmon se quedaba mirando sorprendido el dardo que caía a sus pies.

- ¡Nos atacan! – gritó mientras derribaba al viejo maestro al suelo.
Continuará...

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